Durante la segunda quincena de abril, Rusia desplegaba 150 mil soldados a lo largo de la frontera ucraniana en lo que parecía un aviso a la nueva administración Biden y una forma de tantear cuál sería la reacción, tanto de Washington, como de Bruselas, a una posible escalada bélica.
Y es que los adversarios de Estados Unidos, parecen decididos a probar suerte, a presionar para comprobar hasta dónde pueden llegar, de modo que, antes o después, habría de llegarle el turno a una de las áreas más sensibles para la política tanto exterior, como doméstica, de los norteamericanos: Oriente Medio.
El desalojo de varias familias del barrio de Sheij Jarrah, en el Jerusalén Este, pendiente, no lo olvidemos, de una sentencia judicial, si bien no constituye una mera anécdota, sí se revela como parte esencial de una narrativa dirigida a la opinión pública mundial, especialmente, a la audiencia de los países occidentales, profundamente sensibilizados con este tipo de sucesos; sin embargo, es preciso ampliar la perspectiva y atender a otro de los puntos que habrían suscitado esta nueva escalada de violencia: la mezquita de al-Aqsa.
El 26 de abril de 2021, Biden reconoce el genocidio armenio en un comunicado que, lejos de constituir una provocación a Erdogan, parece que pretende dirigirle un mensaje: Washington siempre ha querido mantener buenas relaciones con Ankara, pero sabrá ser firme si es preciso.
Tras las graves crisis en el Mediterráneo Oriental, a propósito de los yacimientos de gas, y de la guerra por Nagorno-Karabaj, crisis que enfrentaron a Erdogan con, respectivamente, Francia y Rusia, el mandatario turco parece forzar el enfrentamiento con, nada menos, que Washington.
No podemos olvidar que, ya en diciembre de 2019, la BBC informaba de que Erdogan habría permitido a Hamas atacar a Israel desde territorio turco – se aseveraba, incluso, que Ankara se había convertido en un santuario para dicho grupo – ni que, en agosto de 2020, se celebró una reunión al más alto nivel entre Erdogan y varios líderes de Hamas, considerado, entre otros países, por la UE, como grupo terrorista. Un mes antes, en julio, Erdogan había restablecido el rezo en Santa Sofía, lo que celebraba como la “segunda conquista de Constantinopla”, anunciando, además, durante su discurso, la pronta “liberación” de la mezquita de al-Aqsa y el renacimiento de esa civilización islámica que se había construido desde Bujará a al-Andalus, (esta última, según la traducción al árabe de dicho discurso).
De este modo, asistimos a lo que podría ser un nuevo golpe de Ankara en el tablero internacional, en este caso, a través de su proxy, Hamás, con la intención, no tanto de calibrar la reacción de la administración Biden – el cual, por cierto, mantiene la decisión de Trump de reconocer Jerusalén como capital de Israel -, como de materializar la promesa que hiciera en el verano de 2020, aunque ello suponga arremeter, nada menos, que contra el estado hebreo.
Si ha esperado al final de la primavera de 2021 es porque, la victoria de Biden había generado algunas expectativas de cambio en la política defendida por Washington en la etapa de Trump: no debemos olvidar que Biden fue vicepresidente durante la era Obama, esa etapa en la que un presidente norteamericano amenazaba con dejar a apoyar a Israel o se abstenía en la ONU a propósito de una resolución condenatoria relacionada, precisamente, con los asentamientos judíos en el Jerusalén Este.
Por su parte, el estallido de la violencia en Oriente Medio se produce en un momento en el que las riendas del poder están en manos de un Partido Demócrata dividido entre la facción más ortodoxa, encarnada por Biden y la más izquierdista, que representaría, no tanto Kamala Harris, como el beligerante grupo The Squad, formado, esencialmente, por Ocasio-Cortez y las congresistas musulmanas Ilhan Omar, de origen somalí, y Rashida Tlalib, de origen palestino, las cuales se han erigido en defensoras de la causa palestina con el mismo ardor que en detractoras de Israel.
Pero un posible resquebrajamiento del Partido Demócrata, con introducir elementos de inestabilidad e incertidumbre, no constituye gran cosa al lado de una estrategia que parece dirigida a hacer saltar por los aires el llamado “acuerdo del siglo”, estos es, los Acuerdos de Abraham, los cuales, no solo sirven para equilibrar las fuerzas con el otro poder regional, Irán, sino para poner las bases de una auténtica era de cooperación, estabilidad y paz entre el mundo árabe e Israel, lo que, sin duda, habrá de contribuir a la paz y prosperidad general.
No debemos perder de vista que Erdogan ha tachado de traidores a los gobernantes de los países que se han adherido a dichos acuerdos, lo que unido a sus planes para hacer renacer la “civilización musulmana”, podría llevar al islamista turco con nostalgias otomanas, a intervenir a lo largo y ancho del Mediterráneo, incluso en el occidental: Marruecos, que forma parte de la nómina de “traidores” – según el turco – que se ha adherido al conocido como “Acuerdo del siglo”, opta por preservar sus buenas relaciones con Francia – y con Washington – y está resuelto a revisar los acuerdos de libre comercio establecidos con Ankara, por cuanto le resultan perjudiciales, podría convertirse en el próximo objetivo de los proxy de Erdogan, el cual podría estar tentado a suscitar una “intifada” rifeña o azuzar al Frente Polisario en el Sáhara.
Así, dependiendo de cómo se resuelva la actual escalada en Israel, París y Madrid, podrían verse comprometidos en una escalada en la misma puerta de su casa.
En definitiva, Bruselas no puede dejarse arrastrar por ciertas narrativas dominantes o quedar paralizada por la equidistancia, sino que, ha de mostrar una posición muy clara y firme ante lo que no parece ser sino un gravísimo desafío a la paz, la estabilidad y el espíritu de cooperación, no solo a nivel regional, sino en varias regiones desde el Golfo Pérsico/Arábigo al Mediterráneo Occidental.
* Esta publicación puede contener opiniones personales del autor que no representan, necesariamiente, la postura del Instituto 9 de Mayo.